La arena firme de la orilla me humedecía los pies descalzos. Distraído como estaba, tardé unos momentos en darme cuenta de que desde hacía unos momentos se había puesto a brillar. Era un brillo blanco, fosforecente y , alzando la vista, comprobé que también el río se había llenado de reflejos de un tinte idéntico. Alcé más alto la cabeza y, dándome vuelta, dirigí la vista hacia el cielo: era la luna. Nunca la había visto tan grande, tan redonda, tan brillante. Brillaba tanto que del cielo se habían borrado todas las estrellas. Subía lenta, irrefutable y única, tibia y familiar y su intensidad explicaba que, en un determinado momento, la progresión de la oscuridad se hubiera detenido. Ahora, todo lo visible estaba decorado de manchas lunares que pasaban entre la fronda de los árboles y se estampaban, de un blanco absoluto, en el suelo, en las paredes y en los techos de las viviendas, en los cuerpos desnudos que se movían entre los árboles y que parecían emitir un fuego fijo y frío. Tenía la proximidad amistosa de esas cosas que nos son incomprensibles pero que ya no nos espantan porque hemos aceptado, quién sabe por qué causa, su misterio. Ninguna razón justificaba su presencia y, sin embargo, de tanto verla, constante y regular, con sus fases periódicas, menos distante y más dulce que el sol cegador, sus idas y venidas, tan exactas que las podíamos prever y que incluso nos servían para ordenar, de muchas maneras, nuestras vidas, en lugar de inquietarnos, como hubiese debido ser, nos tranquilizaba. Todos los días, el sol desdeñoso pasaba para mostrarnos, con su luz cruda, la persistencia injustificada del lugar que éramos también nosotros, en tanto que la luna gentil, gracias a su proximidad, formaba parte, también ella, de ese lugar, era una especie de puente entre lo remoto y familiar. Gracias a ella el todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía saber algo de nosotros y prometernos una aniquiliación menos ciega. Aunque no fuese capaz de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del que no aplicábamos nosotros mismos.
foto: Horacito
texto: El entenado, Juan José Saer