jueves, noviembre 25, 2010

Japón Espectral

Camino de  farolas, foto de Elena de SanTelmo


Pero hay sonidos que nos conmueven mucho más profundamente que la voz del mar, y de maneras más extrañas; sonidos que también nos ponen graves a veces, y muy graves: sonidos de música.

La gran música es una tormenta psíquica, agitando a profundidad inimaginable el misterio del pasado dentro de nosotros. O podríamos decir que es una incantación prodigiosa, haciendo cada diferente instrumento y voz una llamada aparte a los diferentes billones de recuerdos prenatales. Hay tonos que llaman a todos los fantasmas de la juventud y la alegría y la ternura; hay tonos que evocan todo el dolor espectral de la pasión perecida; hay tonos que resucitan todas las sensaciones muertas de majestad y poder y gloria, todas las exultaciones expiradas, todas las magnanimidades olvidadas. ¡Bien puede parecer la influencia de la música inexplicable al hombre que vanamente sueña que su vida empezó hace menos de cien años! Pero el misterio alivia a quien aprende que la sustancia del Yo es más vieja que el Sol. Ése halla que la música es una Nigromancia; siente que a cada onda de melodía, a cada oleada de armonía, responde dentro de él, surgiendo del Mar de la Muerte y el Nacimiento, un remolino inmensurable de placer y dolor antiguos.

Placer y dolor: se entremezclan siempre en la gran música; y por tanto la música puede conmovernos más profundamente que la voz del océano o que cualquier otra voz. Pero en la expresión más amplia de la música, la pena marca siempre el tono bajo, el murmullo y el oleaje del Mar del Alma... ¡Resulta extraño pensar qué vasta debe haber sido la suma de gozo y sufrimiento experimentada antes que el sentido de la música pudiera evolucionar en el cerebro del hombre!


En algún lugar se ha dicho que la vida humana es la música de los Dioses; que sus sollozos y risas, sus canciones y chillidos y oraciones, sus gritos de gozo y desesperación, no se elevan al oído de los Inmortales sino como una perfecta armonía... Por tanto, ellos no desean acallar los tonos de dolor: ¡arruinaría su música! La combinación, sin los tonos de agonía, formaría una disonancia insoportable a los oídos divinos.

Y en un sentido nosotros mismos somos como Dioses, ya que es sólo la suma de las penas y los gozos de innumerables vidas pasadas lo que nos proporciona, a través de la memoria orgánica, el éxtasis de la música. La alegría y el pesar de las generaciones muertas regresan para morar en nosotros en incontables formas de armonía y melodía. De igual modo –un millón de años después que habremos cesado de ver el sol–, la alegría y el pesar de nuestras propias vidas pasarán con música más enriquecida a otros corazones, para remover allí, durante un misterioso momento, una sensación profunda y exquisita de dolor voluptuoso.

Lafcadio Hearn, En el Japón Espectral