Uno nunca termina de ver la muerte como algo real. La tememos, la experiencia nos dice que se trata de algo inevitable, pero en el fondo de nuestro corazón y de nuestra conciencia hasta el último minuto albergamos la esperanza de que se hará una excepción con nosotros; de que se descubrirá el remedio milagroso que alargará hasta el infinito la vida humana y que nosotros, en particular, no moriremos. Por supuesto todos sabemos que se trata de un anhelo ridículo. Aún así, no creemos en nuestra propia muerte. De otro modo reinaría un pánico constante en nuestro corazón. Sin embargo, a veces la nebulosa conciencia de la muerte emerge de las oscuras profundidades del alma y ese pánico estalla. Por un momento dejamos de engañarnos y percibimos con absoluta certeza que todo lo que somos desaparecerá irremediablemente en cuestión de segundos: ese es el pánico. La mayoría de la gente responde a este instante con un sentimiento violento. El pánico deriva siempre en agresividad y entonces nos agredimos a nosotros mismos y a los demás.
Sándor Marai, Lo que no quise decir.