Marie Curie
Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida
son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres
queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así,
antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto.
Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la
Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos
las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño
nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja
atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e
impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas
fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo
muy grande.
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El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la #Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizás lo hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura que nadie va a oírte.
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A mi esas crisis angustiosas me agrandaron el conocimiento del mundo. Hoy me alegro de haberlas tenido: así supe lo que era el dolor psíquico, que es devastador por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí.
Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte
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