domingo, junio 28, 2009

Adán Buenosayres VI


Sucediéronse otros días no menos luminosos, durante los cuales me acerqué tanto a la mujer de Saavedra, que me creí llegado a los extremos de la felicidad. Pero una tarde, cuando más lejos me veía yo de todo cuidado, entendí claramente que otra vez llegaba para mí el término del reposo y el amanecer de la inquietud. Recorríamos el jardín, a la hora en que se alargan las sombras, y el azar nos llevó al invernáculo donde residían las flores que temen el sol: había rosas blancas y estábamos ebrios con el olor de las rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado. Y su voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua, pues era húmeda y de clarísimas resonancias, como la del aljibe, allá en Maipú, cuando la piedra caía y levantaba músicas recónditas. Estando solos en el vivero de las flores, aquel recinto nos aproximaba como nunca; y ésa fue mi gran oportunidad y mi riesgo inevitable, porque junto a ella sentí de pronto el nacimiento de una congoja que ya no me abandonaría, como si en aquel instante de nuestro mayor acercamiento se abriese ya entre nosotros una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Aquella cobraba para mí un relieve doloroso y una plenitud cuya visión me hacía temblar de angustia, como si tanta gracia, sostenida en tan débil engarce, me revelara de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez empezaron a redoblar en mi alma los admonitorios tambores de la noche, y ante mis ojos alucinados vi cómo Aquella se marchitaba y caía, entre las rosas blancas, mortales como ella.
Y tristes voces empezaron a gritar en mi ser: «¡Mira la fragilidad de lo que amas!» Entonces me sobrevino un golpe de llanto que traté de ahogar desesperadamente, no sólo porque desnudaba en presencia de Aquella un costado de mi ser que ni yo mismo sabía mirar sin temblor, sino también porque me asustaba la imposibilidad absoluta de darle a ella una explicación de mi llanto. Pero no se le había escapado el adve-nimiento de mis lágrimas, y me dijo entonces: «Adán Buenosayres, ¿por qué lloras?» Y aquí, a riesgo de parecer ocioso, necesito expresar el efecto que tan breves palabras obraron en mí: por primera vez oía yo en su boca las letras de mi nombre; y en aquel «Adán Buenosayres» que pronunciaba ella me sentí nombrado como jamás lo había sido, tal como si, por vez primera, lograra yo en aquel nombre la total revelación de mi ser y el color exacto de mi destino. Y al preguntarme luego: «¿Por qué lloras?», lo hizo ella como si lo supiese desde toda la eternidad, pero con tanta dulzura que, al oírlo, creció mi llanto de tal modo que, sin darle respuesta, salí del invernáculo y huí a través de las flores apretadas.

Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal.

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