Entonces el
recuerdo de la infancia empezó a rondarle la cabeza porque de pronto le dio la
impresión –y fue tan fuerte que clavó la uña del pulgar en el sobre oculto de
fósforos- de que dejar que las cosas pasaran y tomárselas con elegancia había
sido, de alguna forma, la constante de su vida. No había forma de negar que el
papel de buen perdedor le había parecido siempre demasiado atractivo. Había
sido su especialidad en la adolescencia: perdía valientemente en las peleas
contra los chicos más fuertes, jugaba mal al fútbol con la secreta esperanza de
que lo lesionaran y se lo llevaran dramáticamente fuera de la cancha (“hay que
concederle algo al bueno de Henderson”,
decía el entrenador del secundario con una risita, “es un perdedor nato”). En
la universidad su talento había podido desplegarse -había exámenes que reprobar
y elecciones que perder- y después en la Fuerza Aérea se presentó la
oportunidad de que lo clasificaran no apto, de manera honrosa, como cadete de
aviación. Y ahora parecía destinado inevitablemente a cumplir con el llamado
una vez más.
Richard
Yates, Once tipos de soledad (del cuento “Un perdedor nato”)